Siempre imaginando.
Estaba en la terraza de mi casa junto a un amigo muy querido.
El paisaje no era gran cosa, una infinidad de techos despintados, como las paredes exteriores de los edificios más viejos de la ciudad, manchas negras de humedad por doquier.
Pero la depresión del cemento no dominaba la escena, era todo caótico ("Apocalíptico" dirían los adeptos, y nombrarían algún pasaje de ese texto antiguo mientras gritan a los cuatro vientos que algún 'Santo' me dejo una predicción sacra de nuestro destino pecador.) Fuego alrededor, el humo se mezclaba con el polvo. Tan rojo como la sangre caliente, avanzaba quemando todo como si fuera un gas encendido, eufórico de poder. No faltaba el viento frió, ese que te da las nauseas al final de una borrachera, así se sentía el clima.
Miramos maravillados la situación, viendo imponentes atalayas de fuego erguirse y destruir todo. Alimentada de una fuerza sobrenatural, la fatalidad (siempre atribuida al mandato del tan nombrado 'Señor') cobraba vida.
Cuando me di cuenta lloraba, mi amigo me pregunto que pasaba, que porque lloraba. No sentía ni miedo, ni felicidad ante la situación. Lloraba simplemente de la indiferencia.
No hay mentira que nos salve, el ejercito de poetas finalmente fue derrotado, los abogados cambiaron por un sarcasmo nunca antes conocido, los científicos se perdían en el formalismo y los simples civiles, como gotas de mercurio entre tanto fuego, se perdían intoxicados.
Volví a mi casa, desconecte los cables y me senté a escribir.
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