lunes, 25 de julio de 2016

#227

Estoy entre dos caminos.

Desde la ausencia que prima en mis miradas a media asta, hasta los sentidos abrumados por la luz y todos los libros que dejé inconclusos. Es el pelágico umbral que con mis dedos deshago cada mañana, relajando los contornos de mil realidades. De mis sueños y sus dueños.
Por un lado lo que conocemos todos, la hiperhumanidad y sus señales de radio, la caja opaca y su sonajero invisible por descarte.
Por el otro ese desierto helado de constelaciones rocosas infundadas, de imperfeciones irreversibles en pintura seca. Las gélidas sombras, minúsculas e inconclusas antologías del lienzo vació, y el génesis de la imaginación y su muy probable y consecuente abismo.
Es que en las grietas de mi mente yace el aliento de la bestia que observa indivisible en los recodos de esa vasta y blanca nada que conforma, hoy, el techo de mi cuarto.
Pero el silbido acoplado del tendón que sujeta el universo acaba, y la realidad lisa, extraña y tan abrumadoramente parecida al desierto invade y acaba el murmuro de los dioses. El Olimpo se apaga, las historias las pierdo en el desayuno, y de mi muro y su blanca discordia para el mediodía ya no queda nada. Pienso en Bradbury y su crónica marciana.

El gato no me deja dormir, en su matutina, rutinaria demanda por divertimentos.  Es momento de despertar a los colosos digitales de nuestra era y preparar alguna colación caliente para el camino hacia la ventana. Admirar, odiar y aceptar nuestro tráfico urbano es cosa de cada día.