Por la avant-premiere de toda existencia el caminante transitó.
Sumido entre navajas del viento, las indiferentes nubes, el caminante recorrió los cielos. Compartió su camino con inmortales dioses de la memoria imaginaria. Algunos ya tan muertos desde una lápida sonreían, otros al oído le cantaban sus penas, penas de aquella omnipotente soledad predefinida.
El caminante entendió: Allá abajo, en la tierra, la vida se sucedía entre debates, se buscaba explicar esta infinita y tan improvisada existencia. Las ideas iban muriendo a medida que nacían otras, y aquellas descontinuadas quimeras eran arrojadas al aire. El reino de lo cielos, era un reino inventado, de supuestas sabidurías. Era un depósito cada vez más grande y mitológico.
Pero los caminos de los cielos habían de terminar, y nuestro narrado, como todo buen caminante, bajó de un suspiro sin ni siquiera titubear. Se preguntó si algún día el cielo se iba a cansar, si algún día una rábica lluvia de seniles ideas inundaría la tierra, reclamando aquella efímera gloria que tanto recuerdan.
Fascinado por aquel momento, decidió recorrer los tiempos…
Perpetúas avenidas, el caminante forjó.